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sábado, 4 de julio de 2009

CURA DE PAXTLE




Suavicé mis dedos. Agarré los pedazos de paxtle; me quité el polvo que con el tiempo había ido transformando mi cuerpo. Esas raíces de fuego me descubrieron en la oscuridad. Tonantzin penetró mis poros, me embriagó, le bebí hasta las lágrimas.

Miré las nubes a través del espejo que se había formado en la tierra durante ese silencio; la mas alejada, susurro mi nombre y vi formarse mi rostro, sentí frió.

No pude dejar de contemplarme. Fui masticado por mi imagen, preso del espejo negro.

Ahí, el silencio quema la cara, no te deja respirar. Me quede mudo sin desearlo, tieso de frío.

Con mis ojos abiertos bajo el agua presencie mi fragilidad, lo que oculto, lo que no se ve en la superficie. Cuando mis huesos se volvieron por fin humo, vi alumbrado el fondo del abismo por mis pies; me sumergí hasta llegar a ellos, los agarré por los tobillos y mordí con fuerza mi planta izquierda. Pasaría un diluvio o un parpadeo, no lo se. Un ¡Ua! Vibró mi cuerpo cuando deje de morder, respiré hondo, un colibrí azul poso su pico en mi nuca; había atravesado el espejo.

Se abrieron mis labios y por ellos un laberinto de pensamientos. Se liberan del encierro al hablar, al accionar. El pensamiento desemboca, busca un medio para ser representado, mostrarse en esencia, liberarse de su soledad.

Cuando estaba a punto de articular un aliento, de darle vida a un pensamiento, descubrí a lo lejos, ocultos en la nada, aquellos ojos. Me miraban.

Parecían llevar mucho tiempo ahí, posiblemente mas tiempo que yo. Eran tan extraños. Apenas distinguí el rostro iluminado por esos ojos. Brillaban como una gota antes de ser arrancada de la cabellera de un pino por la gravedad.

Me habían estado observando. Volvió la sensación de desnudez terrible. Esta vez ante los ojos de alguien semejante a mí. Ahora de mí sabían –lo vio a través de mi- lo que ni yo mismo conocía.

¿Qué pensará de mí? Estaba yo tan confundido, tan temeroso de que tras esos ojos comenzarán a iluminarse otros y otros, como velas que iluminan las oscuras calles de la guerra. Encaminan la injustita de sus muertos.

Quise hablarle, ¿Qué le iba a decir?, me sangraba la boca, sentía espinas clavadas en la lengua, en la garganta.

Censurado por mi temor de no saber que buscaban esos ojos al mirarme, por qué así, con tanta extrañeza, como quien ve una visión; como aquel espejo.

Me tenía bajo sus ojos casi sobrenaturales, revelando algo de él en mí desde su inmensa inmovilidad.

Se respiraba un rumor: Él quería seguir mirando y yo quería seguir mirándolo. Era un acuerdo de soledad en el horizonte, encontrar ahí la libertad del ser. Decidir acompañarnos encontrando la forma de seguir juntos, sin ser poseídos sin poseer. Arrojando el peso de la culpa de ser lo que somos; solos, en la barca del silencio más profundo y siniestro; comenzó desde hace un instante insatisfecho en él y en mí.

Recobrando la memoria juntos, nos fue robada por el presente absoluto; nos la recuerda la rotundidad del afuera.

Sin miedo a exponer el rostro nuestro reflejado en el espejo del silencio, sin ocultarnos, sin silenciarlos, sin trazar líneas innecesarias sobre lo blanco, pues en el fondo del espiral, aparece palpitante el vacío, la posibilidad de ser libre.


Aquí, un instante. Aquí, en el espacio de la palabra, donde el sueño es una posibilidad.